Con un libro de Dánivir Kent en las manos

Fotografía de Nancy Lucio

Por Carlos Rutilo

“Un poema es un cuerpo de escritura marchita”: una imagen que va dando vueltas en forma de un caracol que resuena entre las distintas paredes del tiempo, un eco que se comunica con la tradición del mundo, el canto donde nos vemos involucrados todos nosotros como quien aprende a encontrar su reflejo a través de un espejo de agua besado por el fuego, y aun así sentir la sed en el fondo de nuestras almas. Todo poema es un acto de fe y una forma de resistencia ante un entorno que aparenta ignorarlo, casi amenazándolo constantemente con la indiferencia y el olvido; pero que está ahí: diciéndole algo, aunque duela. Donde no hubo sutura (Mantis Editores, 2024) de la poeta y ensayista Dánivir Kent (Guadalajara, Jalisco, 1987), es la prueba de que la poesía es capaz de hallarnos en los momentos más inesperados de nuestras respectivas existencias y de revelarnos algo tan entrañable como poderoso, aunque todo parezca estar envuelto en una supuesta calma, como quien aprende a sostener los delicados escombros del tiempo y los coloca delante de la mirada de alguien que aprende a habitar el mundo a través de la palabra. Una palabra herida donde es capaz de brotar una imagen del tamaño de un volcán. Un volcán que permanece dentro de la imaginación colectiva como una mujer dormida y envuelta en un manto de nieve, y cuyo nombre está enraizado al canto de las aves: mujer blanca, mujer sal, mujer blanca como la sal, mujer de sal como la memoria que se desgrana en los labios de un amor que también está aprendiendo a habitar el mundo en su condición de volcán legendario, pero humana a final de cuentas:

Mirando a la mujer de sal (Iztaccíhuatl)

A mediodía

                      leche del invierno en tu vientre.

Soy

          tu huésped.

Soy la mirada que visita

                                            aérea.

Soy

           en la lejanía

                                             una perturbación breve en el

                                                             horizonte de tu cuerpo.

Clarea

                            el cielo se hace todo

se hace mar

como derramando

                              como derramando azul espeso y

                                                                          estridente.

La mirada que hace vida en el derrame de la vista

aire que se cuaja

                                aire vítreo.

Música que no se escucha cuando la sangre es cielo

hielo que se corta

                                 en tu liquidez dormida. (pág. 72)

La poesía de Dánivir Kent brota con extraordinaria elegancia y fuerza, con un lenguaje preciso y plástico que es capaz de reinventar los recuerdos del mundo, de estirarlos y de recrearlos, igual que el mar en los ojos de una niña que lo ve y escucha por primera vez y siente que también está delante de las orillas de una galaxia en constante movimiento. En sus versos transita la memoria a través del cuerpo, de la pregunta que atrae el silencio, y a través del paisaje mismo nos cuestiona por el tiempo y la existencia de todo aquello que nos rodea y nos involucra: “Los ojos de mi abuela son dos luciérnagas vivas que no terminan de extinguirse//su voz es una hoguera que no termina de ahogarse…”. Y las imágenes son voluntad y presencia viva dentro de este poderoso universo poético:

Todo vale el ocaso

mírame

que no hay más aquí

que este cuerpo que olvida

lo que nunca perdió

Piérdeme

pétalo a pétalo

en la aureola de tu duda

Marchitada en frondas de dolor arracimado

siénteme:

paisajes de papel manchado

que la piel reemplaza

El agua en labios arrugada

por no poder asir

palabra

por no saber soltar

temblores quebradizos de lenguaje

que el silencio lubrica

Témeme

siénteme temer

en el vientre vacío de otro desvanecimiento

Todo vale el ocaso

por este instante de verdor

enrojecido de ti (pág. 73)

*

*

*

[Poema sin título]

Aquí donde el alma se hace lago

y muestra la efímera, indeleble

transparencia de sus pliegues

la simple provocación de una caricia

la imposible continuidad de un cuerpo

en otro cuerpo

el brillo reservado de tus ojos

donde estalla la posibilidad. (pág. 79)

Donde no hubo sutura es una obra que se instala dentro de la tradición literaria más rica de nuestro país y de nuestra lengua, cada una de las metáforas y diálogos que ofrece se encarnan en un amplio cuerpo de imágenes con una profunda y poderosa carga emocional, destinados a permanecer en la memoria del lector por mucho tiempo. No hay forma de voltear a ver el amplio horizonte de la poesía mexicana y no encontrar esta voz ahí, como quien se encuentra ordenando la entrañable caricia de algún paisaje o reordenando las montañas antes de que termine el encanto de algún preciso instante. Este libro nos va introduciendo e involucrando lentamente en su universo poético a través de siete secciones: “Materia viva: flor que arde sin cauterizar”, “A ras de la memoria”, “Desde ninguna hoguera”, “Con el espejo de tu sed”, “Un relato se prolonga”, “Esporas de aliento” y “Otra isla”, los cuales elevan la tensión dramática entre un poema a otro y hacen que nos involucremos tanto en el abrazo cargado de una entrañable imagen fraternal como en la rebelión del amor que también exige su propio espacio porque “el mundo nace cuando dos se besan”, diría otro de nuestros grandes clásicos de la poesía mexicana; pero la poeta lo hace desde una postura más crítica hacia la realidad misma que habitamos y nos habita, pues la memoria es un espejo en el cual vale la pena asomarnos y cuestionarnos sobre lo que habremos de encontrar ahí, en ese reflejo de latidos quebrados. ¿Qué más habrá de Dánivir Kent en el futuro? La pregunta queda en el aire y la respuesta solo la dará el tiempo; pero, precisamente, desde algún tiempo a esta parte ya no me veo sin un libro de Dánivir Kent en las manos.

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