Por Alfredo Castro Muñoz
Para Alberto y José
La última vez que estuvo Iron Maiden en la Ciudad de México, fue el 20 de noviembre del 2024. El concierto había comenzado con leves tropiezos y un leve retardo que, más que molestar a los asistentes, nos hizo crecer el ansia y la expectativa. La banda aparece casi a las 9:30 con luces fosforescentes que indicaban el comienzo de un viaje en el tiempo. La agrupación inglesa ha tenido la preocupación, por lo menos en la mayoría de sus álbumes y giras, de crear esquemas conceptuales en los que sus montajes y puestas en escena proponen cierta narrativa y atmósfera que enaltece la experiencia del heavy metal. Para el caso de esta gira, se recuperó la idea de su álbum Somewhere in time (1986) con lo que, el escenario y las canciones (hasta cierto punto) evocaban una desventura en distintas locaciones temporales o, si se quiere, históricas y futuristas. Así pues, comenzó el espectáculo alternando los tracks de aquel álbum y del más reciente: Senjutsu (2021).
Pasadas las primeras seis canciones, y con la audiencia ya bastante enérgica después de haber escuchado “The Priosioner”, buena parte de las luces del escenario se apagan, dejando sólo visible a Bruce Dickinson, vocalista de la banda, quien toma el micrófono para pronunciar un brevísimo discurso en el que anuncia la siguiente canción: “Death of the Celts”. En dicho diálogo, el cantante lanza una suerte de disculpa anticipada para los irlandeses, en caso de que la canción sea irrespetuosa, pero también aclara que se trata de una canción en homenaje a su pasado guerrero. No sé si alguien tomó en serio o muy a pecho lo que aquel hombre estaba diciendo. Yo sabía que, por lo menos, sí había un irlandés en el concierto, y era mi cuñado. Dudo que haya sido el único irlandés ahí, pero comprobarlo en ese momento me parecía un despropósito ya que el aforo rondaba las 55 mil personas. Sin embargo, no pude evitar pensar que dicha canción se estaba convirtiendo en una especie de homenaje a la ferocidad del pasado europeo. Supongo que la memoria tiene muchas formas y, en ese momento, se había manifestado a través Iron Maiden. Aquella fue una noche custodiada por ráfagas intensas de aire y por una lluvia que apenas nos roseaba, pero que mantenía una correspondencia con el drama planteado por la Doncella de Hierro.
Parafraseando a Juan Manuel Orgaz de la Universiada de Alicante, la literatura y la cultura actual se ha dedicado a configurar la idea de unos «celtas irreales», fuera del tiempo y del espacio. Acá se aprecia una «esencia céltica» no como realidad histórica, sino como un mito literario más, elaborado a partir de la literatura galesa, irlandesa y románica para ofrecer una determinada imagen de los celtas en el relato fantástico. Y es justamente esta dislocación del tiempo lo que le permite a Iron Maiden inscribirse en este relato y proponer una nueva forma de contarlo.
La canción empieza con una apertura acústica a cargo de Steve Harris que, con bajo de madera, aporta un sonido folclórico y deprimente. Janick Gers lo acompaña con un arpegio suave y que se diluye con el rumor de las multitudes. Detrás de ellos, lentamente vuelve a iluminarse el escenario y aparece en el fondo un mural gigante en el que se dibuja un cementerio con cruces celtas, árboles secos y una espada antigua incrustada en el centro del pasto. También, del mismo fondo, se esparce niebla artificial que dejaba al escenario sumido en una suerte de inframundo europeo. Los asistentes acompañamos al dueto chocando las palmas al ritmo fúnebre de la pieza. Dickinson intercede con su voz y evoca la gloria del pasado de la comunidad celta:
The burden of blood, the breaketh of bone
The battlefield now I make it my own
The glory of the morning we make
Praying the rose is still awake.
La canción, con el abono de Nicko McBrain, va aumentando su intensidad hasta alcanzar lo estridente. La rasgadura de las demás guitarras convierte el momento en un ambiente de guerra y exaltación. Le sigue a todo esto, un corte instrumental construido, primero por Smith, después por Gers y al final por Murray. Cada uno, aportando desde las seis cuerdas una cuota de emoción y recuerdo para con los celtas. Bruce, entonces, retoma el canto y la canción va descendiendo otra vez a su origen acústico con Harris y Gers y las palmadas del público. En este punto debemos retomar a Orgaz y confirmar que el final de los celtas del que habla Iron Maiden es, en efecto, irreal, pero corresponden a una narrativa actualizada que proyecta los deseos de una realidad vigente e inquietante; una reelaboración continua de una ficción que se sirve de los celtas para ofrecer espectros culturales que se afirman en el tiempo.
Recuerdo mucho de ese concierto, pero si hay un imagen que tengo más clara, esa es la de Dave Murray levantando su guitarra verde en medio del cementerio, rodeado de una neblina que lo hacía perderse en la lluvia de la Ciudad de México. Y la sensación, por supuesto, de que en algún sitio, un celta nos observaba.