Por María Fernanda Ramos
There’s the moon asking to stay
long enough for the clouds to fly me away
oh, it’s my time coming, I’m not afraid
afraid to die.
—Jeff Buckley
Un día escuché Grace, una de las canciones más emblemáticas de Jeff Buckley. Por alguna razón, esa canción me había cautivado por las tonalidades de la voz, por la letra y el sonido de la guitarra. Quise saber más sobre Jeff y me sorprendió saber que había fallecido hace algunos años, en 1997. Lo que me causó mayor impacto fue que muriera ahogado a los treinta años en el río Wolf de Tennessee, y que hubieran encontrado su cuerpo días después atrapado entre las ramas.
La impresión de su fallecimiento tenía que ver con una cuestión personal: las muertes que tienen que ver con el agua, me parecen demasiado melancólicas para enfrentar. La imagen que se me presenta sobre la muerte por agua es el vacío, el silencio… la reacción natural del cuerpo por intentar sobrevivir y buscar aire. La desesperación de la persona porque el corazón bombea rápidamente en un intento de mandar más sangre, más oxígeno al cerebro mientras que los pulmones colapsan. Después de la imposibilidad de encontrar aire, todo se convierte en agua, y no tenemos branquias para sobrepasar ese momento y nadar hacia la superficie.
Recuerdo muy bien cuando escuché por primera vez la historia trágica del Titanic, estaba en la primaria y me la contó una amiga. Una parte de mí estaba muy sorprendida y afligida, como cuando suceden catástrofes naturales y mueren muchas personas, pero otra parte de mí tenía demasiada curiosidad por saber más información. Mi amiga había plantado en mí una semilla de curiosidad angustiante y yo creía que necesitaba ser destruida con más información para atenuar el impacto que estaba generando en mi memoria. Esa tarde llegué a casa y le pedí a mi mamá que me contara la historia. Aún hoy pienso que lo mejor que pudo haber hecho por mí fue no haber contaminado mi curiosidad con la ficción romántica de James Cameron —que dicho sea de paso es una gran historia, pero no la que necesitaba contrastar en el momento—, sino con un relato más apegado a la realidad de los hechos. La inquietud que sentí ante ese suceso permaneció en mí por varios días, no dejaba de pensar en lo desafortunado que había sido para los tripulantes haber chocado con un iceberg, y pensé en que la muerte era algo muy extraño, porque la sentía demasiada lejana. Ahora, cuando pienso en el Titanic, me sigue invadiendo una sensación, pero no sé cómo describirla. ¿Es incomodidad? Tal vez. También puede ser que la sensación de extrañeza tenga que ver con un sentido metafísico que se vuelve tangible a través de la muerte. La misma sensación la tuve cuando en 2023 el sumergible Titán implosionó con cinco personas dentro de él. Y por estas cuestiones que no dejan de sorprenderme, a veces pienso que el agua puede ser un elemento quisquilloso, y que el humano es un huésped más en las travesuras del océano.
Bachelard menciona que “para ciertos soñadores, el agua es el cosmos de la muerte” (2003, p. 140). Habrá quien encuentre en el agua un cómplice como Regine Magritte, madre del pintor surrealista belga; también me atrevería a mencionar a Ernest Hemingway que, aunque no haya muerto a partir de un ahogo, deja una forma de vacío y redención existencial en El viejo y el mar, una de sus últimas obras publicadas antes de su suicidio. Desde luego, no puedo dejar pasar el caso de Alfonsina Storni, que en su verso “Mar, yo soñaba ser como tú eres” parece dejar un testamento precipitado.
El filósofo Gaston Bachelard amplía el análisis de las aguas, y en un momento demuestra que las aguas poseen una ensoñación especial: llegan a ser arrulladoras. La imagen literaria que nos confirma este pensamiento concreto de las aguas que arrullan en la muerte es la de Ofelia. Su fallecimiento no puede dejar de lado el entorno de las aguas tranquilas, pasivas:
Es el agua del estanque que se “ofeliza” por sí sola, que se cubre con toda naturalidad de seres durmientes, de seres que se abandonan y que flotan, de seres que mueren dulcemente. Entonces, en la muerte, parece que los ahogados flotantes siguen soñando (Bachelard, 2003, p. 129).
Pero, aunque Bachelard analiza una muerte “que sigue soñando” en el entorno de las aguas tranquilas, la realidad es que más que dulzura, la imagen de Ofelia evoca tristeza: es una tristeza que se impregna a elementos estáticos y susurrantes de la naturaleza. Por esto, Laertes, al enterarse de la muerte de su hermana se queja diciendo: “¡Agua de sobra tienes, pobre Ofelia y por eso reprimo yo mis lágrimas!” (p. 220).
El agua también es un elemento que provoca miedo, incluso fobias: porque la muerte se aloja fácilmente en lo insuperable, en la vastedad del océano. Parece que el humano tiene un instinto de supervivencia que también le hace ser prudente con respecto a la inmensidad de los cuerpos de agua. Se resiste a la pesadez de su carga, incluso si una persona llega a ahogarse, se resiste a la pesadez de su carga.