Por Guadalupe García Alcoforado
“¿Es este amor sueño
o realidad?
¿Cómo saberlo
si realidad y sueño
existen sin deveras existir?”
—Ono no Komachi
—Muy bien, una vez más, Don Marcelo, cuénteme cómo se convirtió en pintura.
Observó las manos del doctor Rafael, como ahora lo obligaba a llamarlo. Las mangas de su bata estaban lisas, como si hubiera perdido el hábito de arremangarlas para pintar. Notó que no había ni una sola mancha de pintura en ellas. Miró sus propias manos borrosas, difuminadas con el fondo oscuro.
—Vienes a mí en busca de respuestas, pero yo te lo he dado todo ya, y ahora que solo me quedan los recuerdos, llegas con el solvente en la mano…—suspiró con resignación—Bien,
lo haré una vez más…
Recuerdo esa última noche, en la que me fui a la cama contigo antes de despertar así… O quizás sigo atorada en la pesadilla, tratando de zafarme de tus brazos, revolcándome en la mezcla de nuestros sudores en medio de la interminable madrugada. Salimos a pasear ¿te acuerdas? Se estaban exponiendo las pinturas de ese artista zacatecano… no recuerdo su nombre. Estuvimos ahí, en esa calurosa tarde de julio, cuando yo era mujer y tú sostenías mi cintura en tu brazo tostado y exquisito.
—Recuerdo el olor de los azahares y la humedad en el ambiente que entraba por cada poro de mi cuerpo y me hacía sentir pegostiosa, como si me estuviese diluyendo junto al mundo, escapando del cuadro de la realidad… El cielo estaba nublado. Parecía que, tras los nubarrones, debía de haber un sol brillando con toda la intensidad de la canícula. El calor se dejaba sentir con toda su fuerza, como una fiebre acuosa, estática, que aparenta detener el tiempo y nos deja a la espera del primer relámpago.
Las tormentas de verano siempre se hacen esperar, ¿no te parece, Rafa? En días de trabajo, yo salía con mi paraguas desde la mañana, porque el noticiero anunciaba que la lluvia podría llegar en cualquier momento. Las nubes lo cubrían todo, junto al viento y el olor a tierra mojada que me inundaba la nariz. Como si en alguna parte la lluvia ya hubiera comenzado y la brisa anunciara su llegada. Así que mantenía los sentidos a la espera del frío pinchazo de una gota que me erizara la piel, el único aviso de que continuaba viviendo en este mundo.
Esa mañana, leía el periódico, sabiendo que aún faltaban horas para nuestro encuentro, cuando me pareció escuchar el sonido de la lluvia cubriendo la habitación. Abrí la ventana para dejarme correr junto a las gotas, pero no había nada. Ni siquiera estaba lloviendo aún. Sin embargo, si aguzaba el oído, podía escucharla. Llovía, lo sabía, aunque no pudiera verlo. Llovía en alguna parte y la llovizna cubría todo a mi alrededor. De pronto me sentí ahogada, invadida por mi soledad…
Más tarde, tú y yo vagamos por la ciudad con el conocimiento de que nada duraría para siempre, ni el verano, ni la pintura bajo tus uñas, ni la vida del viejo vagabundo de despeinada barba al que, generoso, le diste algunos pesos; tampoco nuestro falso amor, nuestra pasión incontenible y explosiva. Lo sabíamos, se extinguiría junto al calor y daría paso a los secos días de otoño, donde el tedio llenaría nuestros corazones y, en una noche cualquiera, arrancaríamos nuestro amor de un naranjo, solo para darnos cuenta de que el fruto se pudrió sin haber madurado.
Pero esa noche yo era tuya, tuya para tallar en mármol, tuya para pintar desnuda y revelar el secreto que ocultamos las mujeres. A veces, cuando no puedo dormir dentro de esta macabra pesadilla en la que tú me has encerrado, trato de buscar los indicios que me avisaran lo que estabas por hacer… ¿Fue acaso el espanto que me provocó esa pintura?, ¿en qué momento sostuviste el pincel con el que me apuñalarías la vida?
Esa noche en la galería… No encuentro los motivos. Abrí los ojos desposeída de mí misma, inmovilizada mientras la pintura se secaba a mi alrededor. Te dije que me aterraba la soledad, que me sentía ahogada… ¿por qué pintarme solo?, ¿por qué cubrir mi vagina con este pedazo de pellejo arrugado? Me arrancaste mi belleza, la tomaste toda y luego me pintaste como un monstruo torturado… ¿Y las otras chicas, Rafael?, ¿son todos los hombres de la galería en realidad mujeres atrapadas en la pesadilla que pintaste?
Veo en tu cara que te molestan mis preguntas, que solo vienes por respuestas, pero una pintura no está hecha para responder. Desperté, te decía, con mi piel que se secaba en arrugas, la cara deformada entre borrones de pintura. Te vi del otro lado, observándome con detenimiento mientras la hermosa mujer junto a ti se espantaba. como si me reconociera de otra vida. Mi mirada te siguió cuando abandonaste el pasillo, sosteniendo su cintura, susurrándole al oído que toda la miseria del mundo no podría borrar su encanto.
Te volví a ver en la calle… Corrí hacia ustedes para advertirle a la mujer, para prevenirla del pincel escondido bajo la camisa. Tú me sonreíste. A ella la alejaste, no me diste oportunidad de explicarle cómo quema el pigmento cuando se desliza entre las piernas, y entonces me diste tu cochino dinero.
No puedes esconder la verdad para siempre, aunque pasen los años, tú morirás; pero yo seguiré aquí, anclada a estas paredes, esperando a que alguien me escuche, a que otra mujer me vea a los ojos y comprenda que ella y yo siempre seremos una en la miseria.
Encerrado aquí me he convertido en el guardián de la locura. A veces no sé si la tuya o la mía. Los demás no me quieren hablar. Me he acercado a cada viejo, a cada mago, a cada hombre desdichado, convertido en una sombra, en un borrón de lo que alguna vez fue, o quizás lo que has retratado es lo que todos siempre fuimos. Quizás la sustancia pura del hombre es un simple borrón de sí mismo.
No he obtenido ni una palabra, como si la pintura hubiera borrado toda huella de humanidad en ellos, nada queda de la persona bajo el retrato. Nos has vuelto a todos un reflejo de tu propia tristeza. A mí no pudiste borrarme. Estoy aquí, dispuesta a despertar de la pesadilla, a tallarme la piel con aguarrás hasta borrar cada pincelada de ti, de los recuerdos que tengo contigo, del toque de tus manos callosas acariciando cada rincón de mi cuerpo.
Espero un día abrir los ojos y estar en mi cama, sin las arrugas que cubren ahora todo rastro de la belleza que alguna vez te cautivó y te llevó a pintarme de noche, desnuda, cuando la pintura aun honraba en lugar de borrar y tú me pediste que cerrara los ojos y para sentir cada pincelada en el lienzo como si estuvieras en realidad sobre mi cuerpo, escurriendo el pigmento por mis pechos, por la cintura y el abdomen, descendiendo por las nalgas.
Así fue como me trajiste a este lugar, como una flor capturada en la telaraña, única conciencia en el océano de la locura. Lucho todos los días por mantenerme a flote, para no caer en tu juego, para no convencerme de ser el pobre y viejo Marcelo, siempre agonizando en el pálido instante de este lienzo, una triste burla de mí mismo.
Y ahora vienes a la galería de locos en busca de respuestas que nadie puede darte. Baja ese solvente, Rafael, si me borras a mí, te quedaras sin compañía.
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Semblanza
Guadalupe García Alcoforado es ensayista, narradora y actualmente estudiante del Colegio de Letras Hispánicas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UANL. Dentro de sus intereses de investigación se encuentra la literatura mexicana del siglo XX, especializándose en la obra de Alfonso Reyes y Juan García Ponce. Ha publicado en la revista Interfolia de la Capilla Alfonsina Biblioteca Universitaria de la UANL. Actualmente es becaria del Centro de Estudios Humanísticos y del Centro de Creación Literaria Universitaria de la UANL.

