Por Carlos Rutilo
En septiembre del año pasado Periódico de Poesía, bajo la dirección del poeta Hernán Bravo Varela, publicó una selección de poemas de la escritora regiomontana Elena Urueta (Monterrey, 1993). Al leerlos quedé asombrado por la calidad y sencillez con que la voz poética nos va entregando imágenes extraídas de una aparente cotidianidad de manera entrañable entre cada uno de los versos que cada poema ofrece al lector, colocándonos a la vez ante una revelación difícil de ignorar: la memoria, la naturaleza y el origen de las cosas ya estaban anunciando algo todavía más poderoso, capaz de resonar con otras realidades distintas a las que estamos acostumbrados a leer, ver y escuchar, como quien aprende a percibir la fragilidad del encanto de una ave posada entre las ramas antiguas de un árbol antes de perderse para siempre junto a las ilusiones de la niebla. Por eso mismo puedo decir que mi emoción creció todavía más cuando el propio Antonio Ramos Revillas, director de la Editorial Universitaria de la UANL, anunció la publicación del libro por esas fechas, y cuando El idioma del azahar (2025) llegó a mis manos me encontré con una obra que desafiaba al lector a través del concepto de la forma en que estaba concebido (mapas mentales, sopas de letras y laberintos de códigos artificiales, entre otros elementos) y al mismo tiempo no olvidaba aquello que nos hace humanos en medio de una realidad fragmentada entre lo sensorial y la artificialidad de nuestro tiempo.
Elena Urueta es dueña de una voz que no solo se limita a indagar en los temas de la memoria como un simple vehículo fragmentado del ser humano, pues en cada imagen que entrega está la raíz de lo que alguna vez fuimos y de lo que serán los otros que nos acompañan en el camino, y sabe que el mundo tiene su propia memoria y que tanto los árboles como la inteligencia artificial almacenan algo de nosotros mismos como seres que transitan un tiempo en el que pareciera que todo está destinado a permanecer en absoluto silencio:
Memoria geográfica
El agua, que a su paso se altera,
baja apacible entre las piedras.
Con la corriente densa que abraza mis piernas
me acarician los cuerpos que nadaron en su brillo,
las lágrimas evaporadas que en ella llovieron.
Un bosque es un espacio de encuentro,
historias sin tiempo
de cuando el barro era tierno y el rizoma
recibió entre sus hojas un ciervo recién nacido
que bailó entre coágulos y minerales
y se comunicó entre burbujas verdosas
con la madre y con el padre
y con la semilla que voló
y se convirtió, en un segundo,
en la jacaranda frente a la casa de mi abuela.
Siglos, décadas,
un par de risas después,
yo viajo a saludarla.
Al colocar mi palma en su corteza rugosísima,
saludo a mi abuela,
a la semilla,
al padre, a la madre,
al ciervo con sus coágulos y minerales,
al rizoma y la ternura del barro, que llevo
inevitablemente, desde entonces,
en la punta de los dedos.
En mi piel vive la memoria del mundo,
por el mundo recorre la memoria de mi piel.
Sin embargo, dentro de esta obra el silencio también es un espacio que puede ser llenado con los sonidos del mar, el aroma de las tortillas de harina en las manos de una anciana con huellas de azúcar, en el latido de los árboles que buscan permanecer en total armonía con los otros elementos que conforman a las montañas… todo cabe dentro de este libro y su idioma es el de la poesía y no hay otra forma de jugar con ella, de dialogar, de recibir el abrazo de sus palabras como quien espera reconciliarse con el abrazo de un fantasma que todavía camina entre los enormes laberintos que conforman a la familia, porque aquí la muerte no tiene dominio aunque sea un tema constante al hablar de los caminos transitados por otros que ahora transitan la cuerda floja del presente:
Tortilla de harina
Sentada
en la cocina de mi abuela
estamos en el centro
de su universo, que es
el centro de mi universo.
Afuera,
el mundo es lo que siempre ha sido:
finito, fatal.
Adentro,
nuestro mundo es como lo hemos construido:
eterno, feliz.
Mezclando la harina,
haciendo el café
amasando el recuerdo
que se ha repetido desde que tengo memoria
y se ha repetido desde que tiene memoria.
Desde que existen las abuelas
y existen las nietas
y el vapor hace burbujas en las tortillas
dejando su huella,
formando planetas
que albergan secretos
y sabores que son la historia de las dos.
El idioma del azahar propone nuevas rutas para explorar el lenguaje a través de la inteligencia artificial y de los otros caminos que ofrece la memoria, sin dejar de lado todo aquello que nos mantiene atentos y atados a la realidad del mundo: esas emociones que se nos revelan ante la fragilidad del instante poético, capaz de rellenar con su encanto un recipiente vacío. Por último, celebro con sincera admiración el primer libro de una voz que todavía tendrá muchas cosas que decirnos y revelarnos dentro de los senderos de la poesía mexicana del presente siglo, pues se puede decir que la obra de Elena Urueta se inserta dentro de una generación de jóvenes escritores que trabajan con el tema de la memoria y con la fragilidad de nuestra propia realidad en un contexto donde pareciera que mantener la emoción del instante también pudiera ser una forma de resistencia ante lo efímero. Los poemas de Elena Urueta son cantos que la memoria necesita volver a abrazar como quien aprende a volver a tejer en el tiempo el cálido recuerdo de una ola escondida entre las montañas.


