Por Primitiva Helmantike
Quiero dedicar, ante nada, este primer texto a Aime Rosales, quien, ante todo, es mi amiga y singular par en este hondo desorden literario. Tuya, “escribe porque no le debes nada al mundo”, (h)echa eco. Gracias.
En severas ocasiones, me he preguntado la razón de escribir. Qué me trajo a este vicio del cual nunca estoy conforme ni tampoco puedo soltar. Qué me hizo escoger el arrebato del cariño y de toda seguridad. Qué me llevó a esta práctica tan gestiva, tan solitaria, tan amarga. Respuestas he encontrado muchas, pero ninguna, me atrevo a admitir, ha sido motivo propio. De ser lo único en la sola vastedad no había sido aterrador hasta ahora que nadie me escucha salvo yo. Estoy sola. Pero, a veces, en este escenario, veo tan sinsentido decir. Para qué. Para quién. Qué importa. Si las cosas se pierden, si los ecos no rebotan, si quietas las sirenas, ¿dónde está el canto? ¿Dónde están?
Es un territorio bravo. La luz, cuando hay, no evoca, ya no rompe la espuma. [Un hormigueo]. El fuego no arde más, porque estoy rota y húmeda, muy húmeda. El viento llega vacío, sopla a mi oído débil: las bellas… voces… extintas van. Y lloro. Cántame, oh musa. Canta. Di algo. Cántame porque se han equivocado. Que nadie me canta, que los hombres… Yo no te niego.
En agua. La vértebra se estira, toda, toda. Se revuelca de dolor, y gira, gira, gira… gime… como en la danza, del arco y la flecha. Y me clavo al mar de la misma forma que el animal, salvaje, me sostiene la mirada. Splash. [El canto de la ballena].
Quizá, sea atrevimiento mío creerme Aquiles en estas aguas, aunque, quizá, no habré sido la primera. Odiseo sabía bien a qué le hablarían cuando visitó la isla de las sirenas. Tanto así fue como decidió atarse a su barco y tapar con cera los oídos de sus marineros para evitar perderse. A mí nadie me habla. De la fatalidad, digamos, sucederse, no hallo todavía una razón fuerte, firme, o unos cuantos hombres, que me aten a este mástil; estoy suelta en las hondas aguas, pero mi densidad es también ligera. Por mucho, más liviana. Sérseme, galera.
Cuando no soy esto, soy bastante indiferente al mundo y a su gente. Comulgo el peso de mis pies con mi nombre y he sabido andar así. Coyote, balbuceo, extraña, extranjera. Pero ya no estoy en suelo firme. La tierra por el agua.
El espacio ha cambiado, y me encuentro atrabancada en un tronco lleno de saliva, donde dos pliegues de carne se unen de inicio a fin y a su mitad, un hueco en forma de rombo, que se florida y apequeñese según entra el aire. Allá fuera, en cambio, la tierra se ha vuelto una misma piedra, una roca alta y tajada, un farallón de sal en medio del océano.
Jorobada, te revuelcas; un arco
Mi columna ya no sirve. Un mamífero erguido.
…jorobada.
Y uno vertebrado de cinco extremidades.
Inútiles, inútiles.
¡Inútiles! son.
*Entiendo que una vez publicado, este texto y su lectura ya no son míos, pero, porque comparto otra experiencia, le invito a (re)leerlo junto con su audio: https://drive.google.com/file/d/15Cuaf5I6VahBOYemHgUQFKTW4G7Fvd3w/view?usp=sharing