Por Eduardo Zambrano
José Javier Villarreal (Tecate, B.C. México, 1959) pertenece a ese grupo de poetas que compaginan sus lecturas y toda suerte de apariciones literarias con la vida misma. Una vez que obtuvo el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes 1987 por Mar del norte, su oficio nos ha extendido una invitación generosa para acercarnos a la visión de su mundo, a su poética, a sus ensayos y traducciones que ejerce movido siempre por el entusiasmo.
A partir de Campo Alaska (2012) y Una señal del cielo (2017) el poeta entra a la madurez con una voz que le distingue por su ir y venir entre lo cotidiano y el hombre de letras. Con su poemario más reciente titulado como Retratos de familia (Vaso Roto Ediciones, 2025), José Javier, paradójicamente, vive intensamente fuera de la engañosa eternidad de esos retratos, de esas fotografías que ahora cuentan a través de su poesía lo que el álbum familiar no puede decirnos. Y sí, un lugar común para los retratos de familia son los álbumes, donde los recuerdos se acomodan en un orden preestablecido, muchas veces cronológico. En el caso personal, los retratos de familia que atesoro en mi imaginario están conservados en cajas empolvadas por el tiempo. Algo parecido me vino a la mente al adentrarme en este poemario de José Javier Villarreal: fotografías que aun dispersas o reveladas en formatos distintos, nos invitan a su lectura; entonces hay poemas breves o unos mucho más extensos, como narrativas panorámicas que desmenuzan la fragilidad del instante; y de igual forma conviven en estas páginas la luz de la infancia y esa otra luz, la amorosa, la que nos asiste al final de las jornadas de trabajo y de nuestros gozosos o insufribles deberes. Además, tratándose de los retratos de familia de un poeta, a nadie debe de extrañar que también estén ahí sus lecturas, los versos, los escritores, las circunstancias, insisto, instantáneas a veces dentro de un solo poema o toda una disertación que habrá de recordar a José Javier en las aulas.
Para los afectos a encontrarle un sentido a todo, entrar a un poemario así les podrá parecer confuso; en cambio, para los tipos despistados que a duras penas ponen algo de orden en sus quehaceres, Retratos de familia es una franca invitación a entrar a la nostalgia de nuestras vidas, sin perder de vista lo más importante: el presente, la conciencia de estar vivos, incluso enamorados, aun a sabiendas del dolor que conlleva, y que ya no somos el mismo que aparece como un fantasma en las fotografías; o mejor dicho, como suele suceder, que ya no estamos ahí, que con el tiempo nos hemos escapado del retrato para buscar, en el aquí y en el ahora, un espacio de libertad, un tránsito, que como dice el poeta, “me enfrenta y sitúa, en mi justa condición humana”.
En la selección de diez textos que se presentan a continuación, intento destacar la versatilidad del poeta en cuanto al formato, aunque ya sabemos (tal como nos lo recordó Octavio Paz) que no hay poemas cortos o largos, sino que ambos conviven en una misma plenitud; además, destaco y contrasto la poesía de corte narrativo con esa otra de carácter lírico, personalísima, pero transferible a los lectores por obra y gracia del poeta que nos motiva a volver a transitar por los laberínticos caminos de la memoria.
Hidalgo, 81
Atrás,
entre las ramas del eucalipto,
el portón blanco de madera;
y más allá, del otro lado de la tapia,
la vida que te está esperando.
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La casa (IV)
La música llegaba de otra parte
y los protagonistas eran otros. Extraño el viento
en la superficie del espejo, en el agua que cae en la bañera
(los vidrios empañados, la madera hinchada
de una estancia a las afueras de Moscú que leí
en la habitación de mis hermanos, tumbado sobre la cama,
bajo los versos ariscos
de la poesía cinegética). Desnudo, en el claro del bosque,
vi, a través de la ventana, a través de los muros de la casa,
a través de la luz
que chorreaba por los muros de la casa,
el jardín de mi madre.
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Ilíada
Ahora bien, si se tratara del mar
sería el galope de los caballos,
el recuerdo que guardas de tu padre.
A todo esto, la mítica escena de las yeguas
a la orilla del mar,
que nunca viste;
el hotel de Rosarito que se cae a pedazos,
ese campamento que de niño transitaste
sin tener conciencia del metro,
de la edición y su traductor.
Sólo el ritmo de los caballos
cuando piensas en tu padre.
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Álbum familiar
Cada tanto
me siento a contemplar las viejas fotografías de mi álbum
familiar
paisajes donde la nieve
humedece los tobillos de los protagonistas,
playas donde la espuma cubre los cuerpos
bajo la luz del sol.
Imágenes, pausas de una historia
que me antecedió,
cubos de hielo que entrechocan en la bebida de un personaje
de una vieja película que me contaron,
pero que nunca vi.
Mis días transcurren lejos de esas fotografías,
van por otro camino,
y la playa, con sus cuerpos sobre la arena,
es un acontecimiento que se debe planear con mucho tiempo
de antelación.
Sin embargo, cada tanto
doy con el viejo álbum familiar.
No hay un patrón o una época del año,
una frase o silencio
que me lleven hasta él.
Las fotografías son siempre las mismas.
Ven a la cámara,
sonríen divertidos o posan ceremoniosamente.
Se trata de mis antepasados.
Los veo con atención,
aunque ellos no me vean a mí.
Las fotografías son siempre las mismas,
los mismos rostros,
las mismas situaciones,
la misma emoción,
el gesto altanero, la mirada, la sonrisa,
que no se inmuta con el paso del tiempo.
Soy yo, el que pasa las páginas,
el único que no figura,
el que envejece ante estos rostros eternos.
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La música civil
En lo alto, las montañas;
los valles, al poniente.
Unas cuantas casas con sus luces encendidas.
No deja de sentirse
–en todo esto–
la presencia de Dios,
la voluntad de escribir este poema.
No hace falta mencionar
lo verde y frondoso de los árboles,
el paso de los autos,
la música civil –diría Bandeira–.
Esta ciudad que hoy amanece
indiferente a tu partida.
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Marina
Cuando nadabas no pensabas en mí.
Pensabas en tu madre y en tu padre,
en la entrenadora,
en mejorar tu tiempo,
en sonreír fuera del agua.
Hacía tu máximo esfuerzo
y tu cuerpo era un destello que atravesaba la alberca.
No pensabas en mí,
pero nadabas hacia mí.
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[Es otro el colibrí]
Es otro el colibrí,
no el hombre
que lo contempla.
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Dante, el poeta de Florencia
Dante, el poeta de Florencia, siempre es noticia.
Un día, se trata de la celebración de su nacimiento,
otro, de la conmemoración de la lengua italiana.
¿Qué si con él inicia el pensamiento de derecha?
¿Qué si los güelfos y los gibelinos?
Sin duda, es el poeta más importante del Occidente cristiano.
Lo escriben Pound, Eliot y Auden. Poetas de lengua inglesa.
Uno, más devoto que los otros; los tres, comprometidos
con su tiempo;
los tres, grandes versificadores, prosistas y excelentes poetas
que hoy sabemos no es lo mismo.
Nuestra época es convulsa, marcada por el caos
que se desprende de una total ausencia de un estado
de derecho.
La rapiña y la usura, temas abordados con genio en la poesía
que me precede,
son hemisferios, líneas que, con absoluta contundencia,
dividen al mundo.
Al mundo que me ha tocado vivir donde leo a Dante, Pound,
Eliot y Auden.
Laboro en una institución cuyo líder anuncia que ha logrado
Mover el estatismo de la pobreza.
No se trata de proteger a los que menos tienen descobijando
a los que más tienen.
Agrega.
La frase encierra laberintos que mi inteligencia, acostumbrada
a recorrer los versos de los poetas antes mencionados,
no logra traspasar.
Me quedo varado y no logro moverme, el fango me llega
hasta las rodillas y la llanta del autor gira y gira en el aire.
Dante dividió su poema en tres grandes cantigas. El “infierno”
me sigue seduciendo,
el “Purgatorio” me duele, me enfrenta y sitúa en mi justa
condición humana.
Pero el “Paraíso”, con sus luces e imágenes, escapa
de mi mundo.
No hay astros, que vea por la noche mientras camino,
que pueda identificar con los de la bóveda celeste del poema.
De joven preferí el “Infierno”. La vida, con el correr de los años,
me situó en el “Purgatorio”,
y poco a poco, descubrí no solo su calidad estética,
sino su honda dimensión humana.
Pero el “Paraíso” no se me ha entregado, es un mundo
conceptual que rebasa mi entendimiento.
Y hoy, que se discute la posición y política de su autor,
temo que no me tocará
–pese a mis lecturas, y a las afirmaciones de mi líder sindical–
traspasar sus puertas y verme extasiado en su luz.
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Despedida
No era que las ramas y los arbustos te despidieran,
o que el viento se hubiese desatado
justo al salir de casa;
eras tú que no encontraba las palabras
para decir adiós.
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Melancolía
Hay quienes se acercan al abismo.
Se les pierde la mirada.
Quizá busquen un punto, la dirección de una casa
que tienen tiempo de no visitar.
Son seres distraídos, gente que habita en otro planeta,
personas como tú o yo esperando el cambio del semáforo,
aguardando una señal
que sabemos
no ha de llegar.


